Nos ha costado varios siglos conseguir la libertad que tenemos en Occidente. Gozamos de una posición que muchos ciudadanos de otros países desgraciadamente no han logrado todavía. Sin embargo, existe otra libertad más sutil que, incluso, en lugares privilegiados tampoco existe. Es una libertad que Fromm decía que teníamos miedo de asumirla. Es la libertad de escoger dentro de los márgenes que cada uno tiene. Es la libertad de ser uno mismo sin importar tanto el qué dirán ni tener que buscar excusas.

Muchas veces actuamos conforme lo que creemos que el grupo o el entorno va a aprobar. Las personas orientadas al logro (los que buscan retos) uno de sus principales motores es el reconocimiento de quienes le rodean. Las personas afiliativas (las que quieren ser parte de un grupo) son también víctimas de la aprobación de los demás. Al igual que los que buscan el poder y la admiración del resto. La libertad de ser uno mismo pasa por no ser tan vulnerable al qué dirán. Parece que el síndrome de gustar al otro es algo de la adolescencia. Sin embargo, el afán hacia el poder y el logro que he visto en muchas personas en la empresa y en muchos directivos especificamente, les supone ser esclavos, no ser tan libres como se creen que son.

Y no siempre nos gusta asumir la libertad de ser uno mismo porque implica evitar las justificaciones de lo que hacemos (no he terminado el proyecto porque tenía muchos emails que contestar; no he viajado el fin de semana porque estaba muy cansada…). La libertad consiste en ser protagonista de nuestra vida y asumir el coste de las decisiones sin justificaciones (decidí contestar los emails, por lo que no he terminado el proyecto; decidí quedarme el fin de semana…). Cuesta más, por supuesto, porque no estamos acostumbrados (recordemos lo que decíamos en el colegio: «He aprobado» y «me han suspedido»). Pero cuando se consigue, se abre un inmenso universo de posibilidades y se gana en la libertad del ser uno mismo, sin importar tanto el qué dirán ni las justificaciones.