Tomemos a niños de once años. Se les pide que hagan diez ejercicios. Después se les divide en dos grupos: A unos se les dice “qué bien lo has hecho, debes ser muy inteligente” y a otros, “has hecho un gran trabajo”. Los primeros se les reconoce por sus capacidades y a los otros, por el esfuerzo. Después se ponen dos pruebas: Una difícil y otra sencillita. ¿Quiénes se decantan por la fácil? Los primeros, los que fueron reconocidos por su inteligencia. ¿Motivo? Carol Dweck, profesora de la Universidad de Stanford, comprobó que los niños que han sido reconocidos por su talento, tienden a evitar los problemas o a bloquearse para no defraudar lo que piensan los otros de ellos (o de sí mismos)… Un jarro de agua fría para muchos padres que, con buena voluntad, reforzamos la autoestima con el verbo “ser” y no con el hacer. Y todo eso nos lo llevamos de mayores y a veces, un exceso de perfeccionismo nos lleva a quedarnos como una mojama de tiesos. Mejor quieto, que equivocarme. Y de este modo, estamos bien lejos de sentirnos bien con nosotros mismos.

Nos pasamos la vida comparándonos con el resto. Nos guste o no, es inconsciente. Nuestros ojos tienen células en la retina que no responden a un solo color, sino a un color en relación con los otros que lo rodean (como el rojo contrapuesto al verde y si no, que se lo digan a los daltónicos). Eso significa que no buscamos ser solo listos e inteligentes o lo que sea, sino ser más listos e inteligentes que el vecino. Es decir, comparación, comparación y más comparación. Y esto ha sido crucial en la supervivencia: ¿cuánto de rápido he de correr para librarme de un león? Como dice Sapolsky, profesor de Stanford, “la respuestas es siempre la misma: Más que la persona que está a mi lado”. Pues bien, tenemos internamente un radar que está continuamente escaneando lo que hago yo versus lo que las otras personas consiguen. Si por cualquier motivo, vemos que yo no estoy a la altura, confundiré mi deseo real de ser yo mismo con la fantasía de lo que creo que querría ser en comparación con el resto. Y el problema es que esta manía se está agudizando con las redes sociales, como ya comentamos en una ocasión.

Según un estudio de la Universidad de Missouri-Columbia, hay personas para las que Facebook es poco beneficioso para su autoestima. La gente suele colgar fotos sonrientes, en sitios bonitos, demostrando que su vida es propia de un programa de televisión de éxito. Sin embargo, se ha comprobado que hay quien ve todo ello, se mira a sí mismo y se siente el más fracasado del planeta. Una vez más, por una comparación que nos hace daño. Y ya no hablemos de los que siguen la saga de la ropa de los famosos, cirugías estéticas para ganar otra identidad… En todo ello se puede pensar que hay felicidad, pero realmente lo que existe es un agujero negro de energía.

La felicidad no es comprarse un mejor coche, demostrar ser el más listo de la clase o ir al viaje más exótico para colgar las fotos en el Facebook y tener muchos me gusta. Ese no es el deseo genuino, es una anestesia de nuestra auténtica fuerza. Equivaldría a tener un Lamborghini último modelo pero conducir por un camino de cabras. Un auténtico desastre. Y ese es el motivo por el que cuando alcanzamos nuestros sueños (ese coche o que nos toque la lotería), la “felicidad” dura tan poco. Nuestros sueños son muchas veces trampas. Podemos estar encadenados a esa relación de pareja que siempre habíamos deseado, a esa casa que habías hecho con todo tu cariño o a una afición que moriría contigo. Pero el problema es que no respondían a nuestro deseo genuino. Pudieron tener un sentido, pero llega un momento es que están caducados. Lo hemos podido hacer por parecernos a alguien que se supone que nos haría muy felices, por agradar a otros y, desgraciadamente, estamos en el lado de la frustración.

En definitiva, si queremos ser realmente felices necesitamos ser más “inteligentes” que nuestra cabeza. Asumir que tenemos tendencias inconscientes a la comparación, pero lo que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos es lo que realmente deseamos, más allá de impresionar. Como lo resume magníficamente Forrest Gump:

“El hombre sólo necesita un poco de dinero para vivir, el resto es para presumir; como yo era millonario y me gustaba hacerlo, cortaba el césped gratis”

 

Así pues, busquemos nuestro césped particular y no pensemos si somos buenos o malos, sino sencillamente disfrutemos de ello.