Se calcula que en nuestro cuerpo residen diez bacterias por cada célula que tenemos y que cada uno de nuestros genes está influido por trescientos genes bacterianos. Todos estos hallazgos son relativamente recientes y ponen de manifiesto una manera diferente de contemplar la salud, la vida y a nosotros mismos, según el último libro de Irina Matveikova, Bacterias: La revolución digestiva.

El estudio del microbioma, ese conjunto de bacterias que cohabitan con nuestras células, explica por qué tenemos determinadas enfermedades, nos gustan más unos sabores que otros o, incluso, somos más intuitivos. De hecho, se calcula que los kilos de bacterias que literalmente llevamos a cuestas se concentran fundamentalmente en nuestros intestinos, para conformar el famoso “segundo cerebro”. Pero nuestras queridas bacterias no están solo en las tripas, sino que se encuentran en cada rincón de nosotros y así ha sido durante años y años, como han demostrado varios estudios.

En la Universidad de Carolina se hizo una curiosa investigación sobre lo que tenemos en nuestros ombligos. Después de analizar a diversos voluntarios, se llegaron a identificar más de 2.000 especies bacterianas sin nombre ni apellidos. Cuando se analizaron las cepas, se descubrió que las bacterias que colonizan nuestros ombligos son similares a las que existen en los fondos marinos. Casi nada… En nuestras bacterias se registra también nuestra evolución como especie y esta combinación maravillosa entre células y bacterias tenemos que cuidarla si queremos ser longevos y contar con una buena salud, según explica la doctora Matveikova en su libro. Para ello, veamos un par de claves:

Primero, necesitamos dar de comer a nuestras bacterias una dieta rica y saludable. Cuando ingerimos productos procesados, que no comida, no solo se ven afectadas nuestras células, sino también nuestras bacterias, que empiezan a alterarse y a generar determinados desequilibrios. De hecho, hay una investigación dirigida por Joe Alcock de la Universidad de México que demuestra que el microbioma intestinal puede manipular la conducta alimentaria de su portador para que ingiera ciertos alimentos. Así pues, si no queremos que nuestras bacterias influyan incluso en nuestros gustos, necesitamos cuidar su equilibrio.

Segundo, tenemos que cuidar los productos que tomamos o que aplicamos a nuestro cuerpo. Por ejemplo, existen en las raíces de nuestras pestañas unos ácaros denominados Demodex folliculorum, que son transparentes y miden 0,4 milímetros. Se comen las secreciones de nuestra piel y cada catorce o dieciocho días descienden a nuestras mejillas por la noche a practicar sexo y reproducirse (sin comentarios), para luego morir. Pues bien, si no tuvieran esta vida agitada o si los pobres estuvieran enfermos, nosotros tendríamos problemas como eccema, rosácea o acné. Por ello, cualquier producto que pongamos en nuestra piel —cremas, maquillaje, etc.— ha de cuidar el pH para que nuestros ácaros disfruten de una vida intensa y nosotros de una piel saludable. El ejemplo anterior se refiere a nuestra piel, pero se podría ampliar a cualquier otra parte de nuestro cuerpo. Por eso, un exceso de antibióticos o fármacos pueden debilitar nuestras bacterias buenas y generar desequilibrios poco recomendables.

En definitiva, estos descubrimientos que recoge la doctora Matveikova en su libro nos aportan una perspectiva más amplia de nuestro cuerpo y de nuestro sistema inmune, conformado por ecosistemas bacterianos diversos y únicos, que nos protegen si nosotros sabemos también cuidarlos.