Una amiga se quejaba hace unos días de su hijo adolescente. No escuchaba, estaba todo el tiempo enganchado al móvil, tenía cara de aburrimiento profundo en actividades familiares y, lo que es peor, valoraba más las opiniones de sus colegas que lo que decían sus padres. Posiblemente, cualquiera de las quejas anteriores resulta bastante generalizada sobre los jóvenes. Pero, si se recurre a la neurociencia, se observa que todas ellas tienen una explicación: nuestro cerebro, durante la adolescencia, está sometido a un intenso baile hormonal que nos lleva a comportamientos imprevistos e incómodos para los adultos, padres, educadores y todo aquel que esté con ellos. ¿Qué nos sucede en esta época de nuestras vidas? Entenderlo es importante para tener una mirada más amable con quienes se encuentran en esta etapa y, de paso, no dejarse arrastrar por una excesiva desesperación. Para ello, será de gran ayuda una obra que yo considero maravillosa, El cerebro masculino, de Louann Brizendine, profesora de la Universidad de California, en San Francisco.

La testosterona hará, además, que cambien los horarios del sueño: se vuelven más búhos que nunca, lo que les lleva a estar dormidos en las clases de primera hora del día. Igualmente, los centros de placer se entumecen durante la adolescencia, lo que significa que se aburren soberanamente si lo que tienen enfrente no es intenso (de ahí que les gusten determinadas películas que más de un adulto sufriría viéndolas o que ciertas actividades familiares sean una tortura). Igualmente, las hormonas son las causantes de que aprendan a disimular las emociones a través de la pose o del engaño o a poner cara de póker cuando se les dice algo que nos les interesa, como una estrategia antiquísima de supervivencia. Además, no escuchan como les gustaría a los adultos, pero por una explicación química. La testosterona hace que el sistema auditivo de un adolescente inhiba ciertos sonidos, es decir, hacen oídos sordos de manera inconsciente (algo que, por cierto, perdura cuando son adultos en comparación con las mujeres).

La intimidad y el contacto físico con la madre son cuestiones que varían profundamente. A partir de los 12 años y en términos generales, no van a querer tanta cercanía como tenían antes. Según algunas investigaciones, el adolescente llega a sentir rechazo del cuerpo de su madre e, incluso, de su olor. Por tanto, no se sentirán muy cómodos cuando la madre les arregle el pelo o les pregunte sobre qué tal les ha ido el día.

La autoestima del adolescente se basa en la aprobación de sus amigos, en vez de las de sus padres (lo que lleva a más de un disgusto de los progenitores). Además, su auto confianza es directamente proporcional a cómo se muestra con sus colegas. Y si no pueden ocupar la primera posición en cualquier aspecto competitivo, tirarán de la pose de “no me importa”.

Y lo que es más importante, la parte del sistema de inhibición de nuestro cerebro, el córtex prefrontal, no termina de madurar en los chicos hasta los 21 o 22 años, lo que impide que se reflexionen las cosas o se sopesen los peligros de manera adecuada. Por eso, el control que ejercen los padres en este periodo de la vida es fundamental, ya que los adolescentes son incapaces de identificar todos los peligros.

En definitiva, la adolescencia es una época de desafíos para los padres y para el cerebro de los jóvenes. Aprenden a decir no y a crear su propia identidad, que les ayudará a moverse por el mundo. No es fácil para muchos adultos, pero se ha de entender que forma parte de las claves de supervivencia que tenemos incorporadas. En la medida en que les entendamos, que sepamos ver sus fortalezas y que sepamos que están en pleno proceso de crecimiento, podremos vivir más relajados y trasladarles la confianza que ellos necesitan.