¿Nos cuesta hablar en público, expresarnos en otros idiomas o mostrarnos en grupo tal cual somos? Se llama  miedo al ridículo, una derivada del miedo al rechazo… algo muy, pero que muy latino.

Lo sabemos: Todos necesitamos sentirnos parte de un grupo, ya sea de amigos, compañeros de trabajo, equipo de fútbol o marca de cerveza. Compaginamos la pasión de sentirnos diferentes con la necesidad de identificarnos con un grupo o una tribu. Y este miedo tiene una finalidad biológica. La cría del ser humano es la más desvalida de todo el reino animal. Mientras que un potrillo necesita sólo unas horas para andar, nosotros requerimos meses de constante apoyo y paciencia de nuestros pobres padres. No estamos preparados para valernos solos. El hueco que ha dejado en nosotros la genética lo rellena la cultura. Como dice el sociólogo Cristóbal Torres“un lobo educado entre personas sigue siendo un lobo. Un niño educado entre lobos se comporta como un lobo”. Y la cultura se adquiere por la interacción con los otros. El miedo al rechazo, por tanto, tiene una base sana, que se proyecta directamente en las empresas o en los estadios de fútbol. Como dijo Erich Fromm, filósofo alemán (1900-1980): “La religión o el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: El aislamiento”.

Siguiendo la lógica de Fromm, las pandillas y las empresas también actúan como refugios para luchar contra el aislamiento. Trabajar en una gran corporación alivia muchas soledades y, lo que es más triste, da sentido a la vida de muchas personas. Seguro que conoce más de un ejemplo. ¿Y quiénes son más esclavos del miedo al rechazo? Aquellos que más necesitan pertenecer a un grupo. Es decir, los que tienen una motivación más afiliativa.

Y ahora vamos con un dato importante para el mundo latino: Nuestra cultura latina nos conduce a buscar la armonía entre las personas a diferencia del mundo anglosajón más centrado en el logro. Es decir, uno de nuestros mayores miedos culturales es el rechazo social. Y se observa en el pánico escénico que algunos tienen a hablar en público. Nicholas Negroponte dio una conferencia en una Escuela de Negocios de Madrid y al abrirse el turno de preguntas se hizo un silencio sepulcral. Nadie preguntó. Si hubiera habido algún valiente, el resto de los asistentes posiblemente le hubiera seguido. Negroponte tuvo que irse con esa decepcionante sensación que queda en estos casos: O lo han entendido todo perfectamente… o no han entendido nada.

La sensación de ridículo, tan acusada en las culturas latinas, se debe también a este miedo. Incluso la vergüenza ajena, una emoción derivada de la anterior, ni tan siquiera tiene traducción al inglés. De no ser así, estadounidenses y japoneses parecerían extraterrestres, ya que, a diferencia de nosotros, no muestran ningún reparo en participar en juegos callejeros delante de extraños como hacen los primeros en Halloween o cantar en un karaoke con escasas dotes artísticas y sin una gota de alcohol en la sangre como gustan hacer en Japón. Algo impensable para una gran parte de los latinos siempre bajo el paraguas de nuestra querida “falsa modestia” y tan preocupados por el “qué dirán».

Y ya no hablemos de los jóvenes. Este miedo les paraliza completamente. La mayor parte de los estudiantes de primer año de las universidades públicas con más de sesenta alumnos por aula, a la hora de hacer preguntas al profesor no son especialmente activos (al menos, no lo éramos hace unos años). Y no es porque no tengan preguntas que hacer, sino por la presión del grupo. Destacar está mal visto y quienes lo hacen pueden ser objeto de las críticas del resto de sus compañeros. Este comportamiento está en las antípodas de lo que ocurre en otras culturas, como la de Estados Unidos. Allí el profesor se presenta el primer día de clase y tras una breve presentación de la asignatura, lanza un cortés: “¿Alguna pregunta?”, encontrándose con un 70% de manos levantadas para preguntar todo tipo de cuestiones (eso sí, algunas pueden ser de lo más peregrinas), pero sin ningún miedo por lo que el resto pudiera pensar. De ahí que nos cueste hablar en público, expresarnos en otros idiomas y queramos que nos trague la tierra cuando nos destacan en un grupo (por supuesto, hay excepciones).

Hemos visto que el miedo al ridículo es cultural en el mundo latino y por tanto, complejo de abordar. Sin embargo, veamos algunas ideas para reducir su impacto.

Recetas:

  1. El miedo es una creencia. Cuanto más pienses en ello, más importancia le otorgas. Si pones excesivo énfasis en lo que los otros están pensando de ti, pierdes la libertad para ser tú mismo. Por tanto, comienza a pensar en lo que realmente quieres hacer más allá de buscar la aprobación del resto.
  2. Atrévete con pequeñas cosas. Si estás en una reunión y nunca hubieras preguntado algo, lánzate. Ya verás cómo en la mayor parte de los casos te sorprendes positivamente.
  3. Y comienza en entornos fáciles. Quizá con amigos, con esa persona con la que te puede costar pero que no te impone tanto… Pero empieza.

Fórmula:

El miedo al ridículo es una consecuencia del miedo al rechazo por el que pagamos un precio excesivo para poder ser nosotros mismos.

Basado en el libro NoMiedo